jueves, agosto 24, 2006

Los barcos

El trato es justo: él observa, lee, reflexiona, camina, come y vive en esos espacios que hay entre los edificios o en las esquinas que forman los baños públicos o se queda mirando las entradas a los estacionamientos subterráneos desde la calle como quien flota entre el terror de los días. Yo me encargo de la parte laboriosa: escribo cada uno de sus movimientos, les doy forma y sentido; en fin intento justificar dos historias sencillas y mediocres que podrían pasar desapercibida si se nos acaban las monedas para el teléfono.

A pesar de nuestras convicciones, compartimos el terror a desaparecer, a quedarnos varados en una ciudad o en un camino y que los otros asuman que no estamos en peligro sino que decidimos no volver o huir sin despedirnos. Era, un sentimiento que nos provocaba mareos. Cada vez que hacíamos el intento por comunicarnos lo único que escuchabamos eran palabras o ideas caóticas que se traducían en gritos desesperados de búsqueda, como si la ciencia o los libros nos pudieran desaparecer, como si el tiempo nos pudiera desaparecer, como si una capricho nos pudiera desaparecer.

Era una carrera pavorosa entre dos barcos.

Nunca lo vi llorar, pero me supe que lo hacia cada vez que llegaba a un nuevo lugar.

jueves, agosto 10, 2006

This must be the place I

Tal vez el sonido más triste que escuchó "el sombrero" durante su viaje, fue la explicación de cómo llegar a su habitación en la recepción de un hotel en Otay, mientras observaba fijamente como le entregaban una llave amarrada a un pedazo de madera triangular que tenia grabado el número 78.

Hay canciones que no deberían ser compartidas; que deberían escucharse en privado, en un cuarto en donde no salga ningún ruido.

"El sombrero" se perdió al buscar la habitación número 78, recorrió largos pasillos, observó a través de una ventana la espalda del hotel: enormes turbinas, gente sacando basura y una montaña de sabanas mal lavadas, como si dejar pasar el tiempo fuera una cuestión de amor y no de dinero.

Este debe ser el lugar, pensó al mirar el número 78 inscrito en la puerta. Por un momento imaginó que había llegado a casa: la lámpara a media luz, las cortinas un poco abiertas, la calma, las sabanas limpias y un televisor apagado; segundos después se desvaneció en la cama y se arranco a llorar como un perro.

En la ciudad, exactamente después de llover, se escuchó a lo lejos un sonido chillante, molesto e innecesario. Alguien que caminaba frente a un hotel en Otay, señalo una luz tenue y amarillenta de un cuarto y tres días después escribió en una hoja de papel: “Hay días miserables que nos sorprenden con esa capacidad para ponernos frente a un espejo de concreto/ y darnos comidas como tragar papel /el puto sonido crispante de la errancia/ como vender flores que han sido cortadas del suelo/ ¿Qué les parece?