Tal vez el sonido más triste que escuchó "el sombrero" durante su viaje, fue la explicación de cómo llegar a su habitación en la recepción de un hotel en Otay, mientras observaba fijamente como le entregaban una llave amarrada a un pedazo de madera triangular que tenia grabado el número 78.
Hay canciones que no deberían ser compartidas; que deberían escucharse en privado, en un cuarto en donde no salga ningún ruido.
"El sombrero" se perdió al buscar la habitación número 78, recorrió largos pasillos, observó a través de una ventana la espalda del hotel: enormes turbinas, gente sacando basura y una montaña de sabanas mal lavadas, como si dejar pasar el tiempo fuera una cuestión de amor y no de dinero.
Este debe ser el lugar, pensó al mirar el número 78 inscrito en la puerta. Por un momento imaginó que había llegado a casa: la lámpara a media luz, las cortinas un poco abiertas, la calma, las sabanas limpias y un televisor apagado; segundos después se desvaneció en la cama y se arranco a llorar como un perro.
En la ciudad, exactamente después de llover, se escuchó a lo lejos un sonido chillante, molesto e innecesario. Alguien que caminaba frente a un hotel en Otay, señalo una luz tenue y amarillenta de un cuarto y tres días después escribió en una hoja de papel: “Hay días miserables que nos sorprenden con esa capacidad para ponernos frente a un espejo de concreto/ y darnos comidas como tragar papel /el puto sonido crispante de la errancia/ como vender flores que han sido cortadas del suelo/ ¿Qué les parece?
Hay canciones que no deberían ser compartidas; que deberían escucharse en privado, en un cuarto en donde no salga ningún ruido.
"El sombrero" se perdió al buscar la habitación número 78, recorrió largos pasillos, observó a través de una ventana la espalda del hotel: enormes turbinas, gente sacando basura y una montaña de sabanas mal lavadas, como si dejar pasar el tiempo fuera una cuestión de amor y no de dinero.
Este debe ser el lugar, pensó al mirar el número 78 inscrito en la puerta. Por un momento imaginó que había llegado a casa: la lámpara a media luz, las cortinas un poco abiertas, la calma, las sabanas limpias y un televisor apagado; segundos después se desvaneció en la cama y se arranco a llorar como un perro.
En la ciudad, exactamente después de llover, se escuchó a lo lejos un sonido chillante, molesto e innecesario. Alguien que caminaba frente a un hotel en Otay, señalo una luz tenue y amarillenta de un cuarto y tres días después escribió en una hoja de papel: “Hay días miserables que nos sorprenden con esa capacidad para ponernos frente a un espejo de concreto/ y darnos comidas como tragar papel /el puto sonido crispante de la errancia/ como vender flores que han sido cortadas del suelo/ ¿Qué les parece?
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