Me siento viejo. Estos ojos están ansiosos de romperse en el claro oscuro del espejo que es mi alma. Nunca superaré las ganas de llorar. Me avergüenza no poder hacerlo. Ha llegado otro tiempo de calma. Una semana más –diría Jaime- para pasarme inadvertido delante de mi mal dolor, de mi mala voluntad para componer las virtudes. Sobrepasar la crisis concupiscible, la irascible, ¿y qué decir de la prudencia? Una vez más me hallo refugiado en la maldita razón, ya la extrañaba. He de hacer temblar el cielo al arrojar la toalla, las agallas. Las mujeres no están, ¿cómo hacerlas venir? La decadencia es la perfecta justificación para atiborrar de diálogos a cualquier interlocutor.
Mis manos son los peces,
el barco que aguarda el aplauso del cardumen es mi desdicha.
Pesquero de los besos no dados,
de los parpadeos que escucho de la boca de la buena mujer.
Quiero que se arrodille con la red bien asida
para tenderme al lento fuego,
desde la arena,
con las muñecas prendidas al cáñamo,
de una mujer de buen puerto.
¿Cuándo se me va agotar la incertidumbre del titubeo ante la sonrisa ajena? He rodeado miles de puertos y mi casco está oxidado. En las orillas ante la gente cuento que poseído por la rabia de dios te había arrastrado a mi cabaña de carne hasta que el primer sereno de la creación se había derrumbado; que sin nudos ni cobardías habías aprendido a saltar de noche entre las fieras, y a decir mi nombre por las tardes de lluvia y truenos; que entretanto el mundo nacía yo le reclamaba al Bondadoso tu distancia; que le había hablado de frente y que mi juventud no había aminorado; que le hice enojar; que me condenó a verte a diario y a quererte y a besarte.; y que tú nada, que sólo embravecías cuando no nos hallábamos los pómulos; que llorabas mucho y que yo triste pescaba y viajaba para darte de sorpresas; que fui dueño de la natura; y que tú nada.
martes, julio 05, 2005
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